jueves, 20 de noviembre de 2014

Los muertos de oriente


La primera palabra que aprendí al llegar a Indonesia fue: Maaf (lo siento), mi torpeza lo merita.
Luego de un mes de pronunciarla tantas veces, hoy la vergüenza no me dejó recordarla. Finalmente tengo la historia del peor oso de mi vida, y sí, pareciera que la sensación de ser vejada es más real que metafórica.
Al llegar a Lebih, en Bali, una de las más de 17 mil islas de Indonesia, quise salir a conocer la playa desde el primer momento en que estuve allí. Un muro inclinado de piedras enormes rompía las pacíficas olas que aquel día coreaban mis diálogos en susurros con mi conciencia. Me senté en el primer peldaño de la escalinata que desciende a la playa, una playa que existe sólo durante el día, cuando la marea está ligeramente más baja.
Un monumento extraño hacía guardia junto a las escaleras, como dando la bienvenida, las formas de aquel monolito de piedra eran seguramente de la religión que impera en la isla de Bali: Hinduismo. Aunque un hinduismo distinto, mezclado con la cultura Balinesa.
Dos semanas más tarde luego de haber dado un paseo en la misma playa, veo caer el atardecer, paso de regreso a casa por el mismo monumento y entonces, sé para qué esa piedra está ahí erguida como un guardián.


Unas cincuenta personas comienzan a llegar en fila rumbo al monumento. Se sientan a su lado y acomodan 42 cajas de diferentes tamaños frente a él, adelante las más grandes, unos cubos decorados con espejos, coronas y telas blancas y amarillas. De las cajas más grandes pende la foto de una persona; pienso entonces que quizá sean las cenizas de quienes fueron incinerados el día anterior, y que las cajas pequeñas son las ofrendas. El momento de la oración llega ahora, todos juntan sus palmas y las ponen frente a sus rostros tocando con las puntas de los pulgares el Udeng una tela con diseños Balineses que se amarran a la frente los hombres. Entre sus manos un pétalo. Suena una campana por unos 10 segundos y en silencio se mantienen con las manos juntas y ojos cerrados. La campana da los últimos tres golpes con más velocidad y entonces todos abren sus ojos, ponen el pétalo amarillo en su oreja derecha, repiten el acto con la oreja izquierda y los siguientes tres pétalos rosas los ponen sobre su cabeza. Dudo un poco que sean las cenizas porque no encuentro a nadie con tristezas, algunos comen, beben jugos y conversan y ríen mientras el anciano que dirigió la oración se prepara para descender a la playa. El siguiente acto ocurre demasiado rápido, no alcanzo a darme cuenta de los detalles, todos bajan hacia la playa en fila y las olas ya acarician las enormes rocas.
No aguanto más la curiosidad e improvisando mi indonesio intento preguntar qué pasa. Bulán se acerca a explicarme amable al ver que no consigo comunicarme.
–En las cajas vienen las cenizas, ahora las lanzarán al mar, me dice en inglés.
En total son 42 personas, unas coquetas canastas, urnas de diferentes tamaño, el cual depende de las 4 castas a la cual pudieran provenir los difuntos: la más alta Brahmana, corresponde a la casta religiosa, más abajo está Satria la de los reyes, enseguida Wiesa la de los profesionistas y en la base Sudra la de los trabajadores, agricultores, constructores, electricistas. Existía anteriormente la casta Wong Tani Kelen que se atribuía a la gente en estado de miseria, pero en el hinduismo balinés que es ligeramente distinto al de India desapareció porque era considerada inhumana. Esos decorados cajones que la gente lanza hoy hacia el mar son de la primera y segunda casta.
Reacciona Bulán en su explicación cuando se da cuenta de que yo pregunté qué pasaba, refiriéndome a los 10 u 11 niños que aparecieron repentinamente dentro del mar con lámparas y que van y vienen bamboleados por las olas que cada vez dejan menos playa y más oscuridad.
Se mueven rápido, buscan con sus luces persiguiendo las cajas con las cenizas que fueron lanzadas al mar con los objetos y ofrendas del difunto. Saquean sus contenidos, las olas se los arrebatan y luego vuelven a poseerlos. La gente alrededor, parientes y amigos del difunto, no reclama, pasan de uno en uno a aventar el botín de aquellos chiquillos, e inmediatamente se retiran subiendo la misma escalinata y mientras, como en una caricatura, los niños parecen ratones con lámparas persiguiendo todos los pequeños objetos, alhajas, camisas, dinero, fotografías, comida, etc. Algunos adultos se les unen en su búsqueda y cuando encuentran algo valioso los demás vienen, lo alumbran y lo celebran. Me pensé sumergida en una ficción.
Entonces bajo y trato de mirar sus descubrimientos, y comienzo también a mirar sobre la arena cada que las olas se alejan un poco. Y en poco tiempo me descubro unida a los roedores alzando canastos ya vacíos y envoltorios sin contenido. No tomo más que un plátano que decido poseer con discreción, quizá porque no digiero todavía la emoción de poder hacerme de aquello material que el difunto ya no ocupará en vida. Me acerco nuevamente a la escalera y encuentro a un hombre de unos 60 años a la orilla, a unos 3 escalones. Las olas alcanzan a besarle las puntas de los pies. Quise preguntarle entonces:
¿Y usted qué se ganó? Y le muestro mi banana.


Nada yo vine a limpiar mi alma. Subí y él no tardó en hacerlo también.
Me sorprendo al ver que viene una caja mucho más grande, un rey, pienso, quizá sería el mismo rey Anak Anjung Ngurah Putra, de 97 años al que incineraron el día anterior y que reunió al pueblo alrededor del fuego, lo introdujeron en una vaca enorme de madera y cartón, del tamaño de un vocho y le prendieron fuego, alrededor sólo cantos y rezos alegres. Me vuelvo hacia el señor al que había cuestionado abajo.
Es mi hermano, me dice en inglés, señalando el enorme cubo. Luego me sonríe y continúa su camino.
Yo me quedo inmóvil, avergonzada. Sin poder balbucear un “lo siento”.
Guzman, un chico de unos 25 años y mirada tierna se acerca a explicarme que las cenizas son de su tío, un líder espiritual, de la casta más alta, Brahmana. Y entonces sí, todos los canastos atrás son ofrendas.
Intento pedir perdón por haber interrogado a su otro tío, al que seguramente ofendí, al preguntarle qué había depredado de las ofrendas anteriores.
No parece ofendido, me ofrece una bebida y me invita a orar con ellos. Me uno y entonces las campanas ya no suenan igual, son ahora una guía que te indica en qué momento abrir los ojos para cambiar de pétalo. Una guía que da paz a mi culpa.
Terminamos de rezar, nos acercamos a las escaleras y salen los religiosos mar adentro con las cenizas, en una canoa larga con motor y dos vigas laterales que sirven para equilibrar la delgada embarcación. Atraviesan las altas olas y se pierden de nuestras vistas a los primeros 10 metros para volver unos 15 minutos más tarde. La música suena atrás, unas franjas metálicas y sonidos muy agudos enmarcan la espera. Vuelven, suben y el hermano del difunto me dice:
Gané paz, aprieta mi hombro y luego desaparece.

 Yo nuevamente me quedo muda. En pocos segundos el lugar queda vacío, nunca encontré la tristeza que deambula en los velorios mexicanos pero sí pude sentirme como quizá un avecinado balinés se acomodaría en Pátzcuaro, confortado y en paz con los muertos purépechas. Yo permanezco un instante más, mirando como las olas quiebran contra las rocas los cajones y los trozos de madera con los demasiados desconocidos artículos en un místico vaivén. La playa entonces desaparece. Cuando subo, un par de hombres sin camisa revisan la basura al mismo ritmo lento que un cachorro flaco y bicolor que pasaba por ahí. Meto la mano a mi bolsillo y a cambio de una sonrisa, le doy a uno de ellos la banana que había venido a quedarse con él.



Surya Lecona Moctezuma
Publicado en Mambo Rock
20 November 2014