Mi cuerpo tembloroso y las manecillas del reloj desgarraban cada segundo de ese instante. A mi derecha mi madre, entrando en un abismo doliente, sufriendo un dolor ajeno, como un anciano a su bastón. Traté de tranquilizarme, pero los segundos seguían penetrando mi cuerpo como dagas lastimeras. Cuando logré parar la vibración de mi cuerpo, me tragó un sentimiento asqueroso de criminal, de asesina, de lumpen, la sensación de una escoria humana que se aborrece a sí misma. Me causó náuseas.
Cerré los ojos y pensé en que la anestesia local podría tornarse total e invadir cada vena, cada célula, cada minúscula parte de mi cuerpo y terminar con todo. Quería dejar de ver al doctor pasar de un lado a otro recolectando las herramientas y artefactos brillantes para el acto inhumano. En uno de mis giros de cabeza alcancé a ver su placa de identificación: Alfredo Hernández. Dudé si el nombre correspondía a aquel señor, ya que había dos placas más, una de mujer y otro de hombre, pero él tenía cara de Alfredo.
Las náuseas se fueron, pero seguía mi angustia. Aunque resultó negativa la prueba de embarazo que apliqué, algo me decía que había más. Mi intuición de mujer podía saberlo, pero sólo las horas podrían revelarlo.
Quería que terminara, o mejor dicho, quería que no empezara, que no pasara. El doctor me explicó del riesgo. Tenía que interrumpir el embarazo para iniciar mi tratamiento del virus. Si se dejaba al tiempo conciliar el destino, las circunstancias podrían ampliar el pequeño virus, ese asqueroso y avanzado virus que me contagió, a un cáncer. Tiempo, sólo tiempo vibrando en las palabras: papiloma humano
Tercera llamada, comenzamos. Mi madre le pasaba las jeringas al doctor para la anestesia mientras él dilataba mi cuello con fuerza mientras yo trataba de tener la mente en blanco en aquel pueblito de Veracruz al que nos mudamos por trabajo. Intentaba pensar que pasaría pronto, pero no pude hacerlo. Mi mente me llevó de viaje e insistió en convencerme de que eso era la tortura que me tocaba vivir por no dejar vivir.
Mis pensamientos se tornaban agresivos y el dolor llegó a gustarme. Era mi castigo y no podía, no quería evitarlo; merecía eso y más. Llegué a creer que dormir podría calmar el dolor. Sentí las cuatro agujas entrar en mi piel, sólo la primera dolió. El doctor aspiró con un tubo que me hizo sentir cólicos intensos al entrar por mi cuello uterino. La sensación me obligó a gritar; no importó que el doctor me pidiera no hacerlo.
—¡No grites! —me dijo de nuevo.
Yo no podía. Continuó haciendo vacío en mi interior, extrayendo todo, todo. Al ver los residuos que sacaba, mi confusión fue colosal. Nunca se sabe el momento adecuado para tener hijos, pero no justifica en lo absoluto la decisión que tomé.
El sangrado no fue intenso pero la noticia sí. Sí encontró tejido vivo. Me impactó, aun cuando yo sabía que ya lo sabría, pero tenía esperanzas de que no existiera tal molusco ensangrentado. Prefiero no hablarle bonito. No me había sentido tan vil y miserable como ahora, tan sola. Pensé que podría arreglarse de otro modo.
¡No maté a mi hijo!
Maté al hijo del imbécil que me violó.
Publicado en: Barrio Antiguo
17 Noviembre 2013