México, D.F.
Surya Lecona
Una piedra sobre otra
recorren los ojos de quién mira la casa de Elenita. Por la parte alta, se
asoma una bugambilia rosi-roja, o fiusha, que envuelve cual cúpula la
casa hacia afuera, refugio también, para la lluvia que se ve venir.
Elena llega en auto.
El joven que maneja, Conrado, le ayuda a abrir la puerta trasera. Sale también del lugar
del copiloto Martina, una muchacha que ayuda a bajar del auto unas bolsas con telas de "la Parisina". Shadow, un labrador negro, reluciente de cabellera, o pelaje envidiable, es
el primero en saludar a la escritora. De derecha a izquierda su cola con una
velocidad constante, parece quererle hablar y decir; -¡Bienvenida!-.
En el jardín, más que
jardín, destaca un limonero. Son árboles de todo tipo, al igual que en la mesa
que yace junto a la ventana principal, todo tipo de plantas en macetas, los
girasoles sobresalen a todas ellas.
Dentro, las paredes
parecen contar historias. Los muros convertidos en libreros del piso al techo y
de esquina a esquina, provocan la sensación de correr a la cocina por un té y
sentarse a leer alguno de los títulos, cualquiera de ellos, en la cómoda sala y
con luz perfecta que abraza la escena. Basta sólo pasear la vista entre los
senderos de leyenda que guardan las separaciones entre sala, comedor y cocina,
para sentirse atraído por el primero, el segundo, el tercero.
Algunos espacios
quedan vírgenes de versos. Uno de ellos, justo debajo de la escalera, amplía
la casa con un espejo de pared entera. Todos los espacios son aprovechados,
cada muro, mesa, silla; pinturas, fotografías, obsequios que penden de cada hueco. Al entrar, luego de los libros, lo primero
que se ve; es una mesita circular en la que yacen más de dos decenas de
portarretratos con memoria. Fotografías de ella, de Guillermo, de sus hijos y
nietos. En una de las sillas Andrés Manuel López Obrador, está sentado, sonríe,
y se jacta de estar ahí, en forma de cojín bordado, una caricatura con todo y
su “gallito feliz”, se le ve orgulloso y contento de estar ahí mismo, de ser
amigo de Elena y de resguardar, desde esa silla de largos años, todos esos
empastados llenos de vida.
Poniatowska, a sus 80
años, con una lucidez que envidiaría el entrañable escritor Gabriel García Márquez, y con una sencillez y
humildad que ya quisiera Mario Vargas Llosa, recibe a sus invitados. Elena
habla muy certera, de todo aquello que ya conocemos. Siempre su discurso es exquisito, un fresco manjar. De vez en cuando, acaricia la sabiduría en su cabellera grisácea y tersa, como sabiendo que así
estimulará sus palabras.
Elena continúa con la
misma elocuencia que la conocíamos hace un par de par de décadas. Así mismo
ahora, revive aquellos años de lucha política y estudiantil. Apoya un
movimiento que, aunque no más organizado, intenso y entregado que en 1968, sí
admirable en la juventud actual. Sí estimulante y esperanzador. Sí con fe en la
batalla que dan los más zagales en una época en la que el país necesita de su
gente. Y la intelectual escritora está presente, a veces física, otras sólo en
deseo, en cada mitin, marcha, asamblea o concentración a la que se convoque.
Que aunque la voluntad le alcance y su corazón y espíritu no se cesen, su
cuerpo, en ocasiones le pide tregua.
En la misma sala, las
columnas se enderezan orgullosas, para soportar el peso, que por los libros que
tiene en el piso de arriba, se duplica. Y dos gatos se pasean entre las patas
de las sillas y sobre los sillones, se acarician con el cuerpo inmóvil de los
invitados. Dos felinos que, en palabras de la escritora durante el homenaje a
Carlos Monsivais en Bellas Artes; son el conjuro contra la ausencia, una pócima
que disminuye la soledad.
Monsi, un
gato negro con una mancha blanca que se extiende a lo largo del pecho y las
patas, se pasea elegante también entre las piernas de la escritora, quién
emotiva sigue hablando de su infancia en Francia.
Ágil, Monsi, da un salto y se recuesta a lado de
su ama en el sillón de dos plazas amarillo, la ve como si pudiera entender cada
palabra y conmovido, se retira.
Vais, una
hembra atigrada, más felina que el pingüino Monsi,
viene de repente a frotar su lomo en las extremidades de los invitados de Elenita,
satisface sus necesidades y sale a dar un paseo. Vuelve más tarde y hace un
zig-zag entre los tobillos de la escritora. Entonces la intelectual, cruza
nuevamente la pierna y muestra, con cadencia a la escena, sus zapatos; rojos y
coquetos, de estilo único. Las correas de piel rojas, como el labial que lleva en el contorno de la sonrisa, tienen un
cruzado que termina en un moñito elegante. Similar a los modelos franceses,
en autoría del diseñador Christian Louboutin que se distingue por sus suelas rojas. Pero ella luce un tacón pequeño.
Elena viste también un
traje gris de falda mediana con abertura larga, tres o cuatro centímetros abajo de la rodilla. Medias
que dan un brillo especial a sus piernas descubiertas. Despejadas y radiantes.
Y una blusa del mismo color a la mascada azul-morada que amarra delicada a su cuello
con un nudo sencillo. El azul es especial, es un azul del océano, de la mar
cuando se acerca a una costa turquesa y se combina al morado. Y que tanto gusta
a los peregrinos que fotografían sin filtros esa mezcla de tonalidades.
El rostro de Elena, es
la claridad más nítida, la más natural y que más refleja su entereza, sus ganas
de vivir. A pesar de su edad, se le ve con fuerza, con serenidad y con una
voluntad enorme de seguir retándose a si misma, confiando en sus capacidades.
Su piel cansada, no es el pretexto conformista. A pesar de sus victorias, dice;
no sentirse satisfecha en totalidad, aún seguirá escribiendo y no se irá sin
terminar sus proyectos. Sin embargo, sus gestos transmiten tranquilidad, cada
que puede muestra sus dientes con sutileza, y al despedir a sus invitados,
emana de ella, la sonrisa más sincera y contagiosa que revela esa tarde
lluviosa.
MONSI, VESTIDO DE SMOKING
Genial! Grande y genial!
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